28.1.09

Políticas Públicas Sectoriales y Políticas de Competencia: ¿existe un límite claro?

El reciente fallo de la Corte Suprema chilena en el caso “3G” (acá), que revoca una decisión preliminar del TDLC en la materia, ordena -entre otras provisiones- eliminar una exigencia hecha por este último por considerarla improcedente y por tratarse “de una medida propia de políticas públicas sectoriales”. De acuerdo a la Corte, entonces, existe una división entre políticas sectoriales y políticas de competencia, quedando las primeras fuera del ámbito de competencias del TDLC. El problema de esta postura es que, contrario a lo que el fallo da a entender, los límites entre ambos tipos de políticas no son claros. De hecho, este es un tema que ha dado lugar a bastante debate, especialmente en el derecho europeo (por ahora dejaré la situación en Estados Unidos para una futura revisión).

A nivel comunitario, de manera creciente se han venido discutiendo casos relativos a las relaciones entre la regulación de ciertas industrias y el alcance de la protección de la competencia. Muchos de estos casos han surgido principalmente por la intención de la Comisión de romper con la dominancia de los antiguos monopolios estatales y, de esta forma, contribuir al fortalecimiento del mercado común (uno de los objetivos centrales de la Comunidad Europea). En ellos se han decidido precisamente varias cuestiones históricamente consideradas como “regulatorias”, las que –esto es lo más interesante- han sido debidamente confirmadas por la Corte Europea de Justicia (CEJ). Uno de esos casos, por ejemplo, es Deutche Telekom (2007), donde la Comisión (y luego la CEJ) sostuvieron que las reglas de la competencia pueden ser aplicadas a los sectores regulados cuando la regulación no es suficiente para prevenir atentados a la competencia. Existen varios otros casos que tratan sobre cuestiones similares, los que incluso han dado lugar a una relativamente nueva denominación doctrinaria: regulatory antitrust.

Una tendencia similar se repite a nivel de Estados-miembros: autoridades de la competencia se han “inmiscuido” en asuntos tradicionalmente propios de las agencias regulatorias. En un reciente caso en el Reino Unido (Albion, 2007), el Tribunal de Apelaciones en materia de Competencia (CAT) indicó con precisión cuál es la regla para fijar precios (el cargo de acceso) que el regulador de aguas (Ofwat) debe aplicar y cuáles son los aspectos a considerar en dicha aplicación, incluyendo qué costos deben ser tomados en cuenta (!). Pocos ejemplos más “regulatorios” que éste podrían ser imaginados. Nótese especialmente que esta materia está muy lejos de ser pacífica incluso para la doctrina económica: los autores no logran un consenso respecto de cuál es la regla más eficiente y que induce a los menores costos de aplicación.

Dados estos antecedentes, ¿no estará la Corte remando un poco contra la corriente? Al igual que en Europa, en Chile las autoridades de competencia también han gozado en el pasado de una gran autonomía para intervenir en cuestiones sectoriales (independiente de si lo hacían o no) o, por ponerlo de otra forma, para “regular” mercados. Por ejemplo, las obligaciones de separarse (desintegrarse) verticalmente impuestas sobre ciertos ex - monopolios fueron fundadas precisamente en la necesidad de afectar un sector en pro de la competencia (pregúntenle a Endesa!). El famoso multicarrier también se fundó en similares consideraciones. Ahora la Corte parece decir que tal nivel de autonomía “no va más”. ¿Qué justifica la aparente limitación de los poderes del TDLC?

Una explicación podría ser el aparente deseo de la Corte de mantener un espacio exclusivo para regulador en ciertas materias. Sin embargo, ello es dudoso. Primero, no ha existido una intromisión en las bases del sistema regulatorio por parte del TDLC. Tampoco éste ha “suplantado” al regulador en materias propias de su competencia, pero que pueden parecer haber sido “dejadas de lado” en beneficio de otros objetivos (como si en materia eléctrica se hiciera primar la seguridad de suministro en desmedro de la eficiencia). Ambos casos requerirían un restablecimiento del “derecho” o una decisión substancial por parte de la Corte. Por el contrario, lo único que parece haber hecho el TDLC en este caso es decidir una cuestión de competencia de manera fundada (bien o mal decidida, bien o mal fundada, no es aquí el punto).

En cierta medida, parece que la explicación radica en el excesivo celo de parte de la Corte de poner límites al TDLC. Esto es, por supuesto, muy importante: siempre existen instancias en las cuales el derecho de la competencia debe ceder en beneficio de la regulación, ya sea porque ello acarrea mayores beneficios en términos de eficiencia, o porque permite que otros objetivos (no-económicos) de política pública sean considerados. Pero es necesario adoptar precauciones. De lo contrario se corre el riesgo de extender los límites en demasía y dejar a la autoridad de competencia “con las manos atadas”, inmóvil para actuar incluso cuando legítimamente se requiera su intervención.

Una de esas precauciones es que para establecer límites es necesario primero establecer políticas. Así acontece en el derecho comparado. La intervención a nivel europeo tiene un objetivo claro: la integración del mercado. Este objetivo se superpone a otros y confiere al derecho de la libre competencia un estatus especial como una de las principales herramientas para conseguirlo. Éste ha sido su rol fundamental y en ese contexto debe ser entendido. En el Reino Unido la intervención se justifica en la especial relación entre los diversos organismos “administrativos” y judiciales, y en las especiales facultades (primary duties) de promoción de la competencia que poseen las agencias reguladoras. En simple: si la agencia tiene como objetivo central promover la competencia, debe quedar sujeta al control de quienes más saben de esto. Finalmente, algunos países con menos tradición en agencias reguladoras, como Francia o España, mantienen un control de tipo administrativo, que raramente produce conflictos con las autoridades de competencia (particularmente dado el escaso poder de las agencias). Aunque la situación allí debiera comenzar a cambiar (con nuevas autoridades de competencia recién introducidas), esta relación hasta ahora puramente administrativa no parece una solución apta para Chile, donde los reguladores gozan de alto prestigio, capacidad técnica y un extendido grado de autonomía.

En buena medida el problema en Chile radica en la indefinición de las políticas. No existe hasta ahora una “política de competencia” clara, contundente, con principios definidos y criterios predecibles. Con un texto legal muy parecido al que unificadamente prima en la Comunidad Europea (tanto a nivel comunitario como de Estados-miembros) y con un estilo de litigación más parecido al europeo que al norteamericano, la línea a seguir se ve medianamente clara. No obstante, se requieren definiciones más explícitas. Hasta hoy no se han determinado una serie de cuestiones fundamentales: ¿Qué tipo de errores se prefiere evitar (“tipo I” o “tipo II”)? ¿Debe primar la eficiencia económica en todos los casos? ¿Cuáles son los objetivos de la legislación más allá de la retórica de “proteger la competencia”? ¿Es la promoción de esta última un claro objetivo de los reguladores? Estas y otras cuestiones no parecen haber sido conscientemente definidas aún. El error es de ambos, la Corte y el TDLC.

Por una parte, cada una de las intervenciones de este último pareciera ser ad-hoc, lo que abre un gran espacio para que la Corte revierta decisiones con la misma metodología. Por otra parte, si la Corte desea fijar o cambiar “políticas”, debiera dar razones para ello. La opinión en “3G” parece dar “carta blanca” a los reguladores sectoriales, justo cuando existen crecientes llamados a fomentar el accountability. Eso es un error. No es difícil imaginar casos futuros en que el regulador argumente razones técnicas para fundamentar que una decisión es parte de la “política pública del sector”. Así, muchos casos terminarán en la Corte. Por otra parte, ésta tampoco define qué materias constituyen “políticas sectoriales” fuera del ámbito de las autoridades de la competencia. Y si llegase a existir un espacio exclusivamente regulatorio, ¿quién protege la competencia allí? ¿Los mismos reguladores que adoptan una decisión, la propia Corte? Con todo, este tipo de traspiés seguirán siendo cometidos a menos que el TDLC comience a tomar en serio la política. Mientras no exista una definición expresa acerca de ella en sus fallos, podemos esperar nuevas decisiones de la Corte revirtiéndolos.

Las cuestiones de política son un aspecto fundamental de un derecho de la competencia moderno y maduro. Su establecimiento no terminará con la discusión, pero permitirá llevarla a un campo más acotado. Asimismo, permitirá considerar mejor en qué casos la intervención (limitada) de las autoridades de competencia es sana e incluso deseable en el ámbito regulatorio. Existe un anglicismo entre los reguladores del Reino Unido muy usado al adoptar una decisión: evitemos que alguien nos “CC-us” (esto es, que alguien lleve el caso a la Competition Commission). Con ciertos parámetros y una concreta política de competencia, quizás los reguladores nacionales comenzarán a temer -adecuadamente- que alguien los “TDLC-e”. Hasta ahora, eso no sucede.-

Javier

3 comentarios:

paloma dijo...

Hola Chicos, estoy haciendo una investigación y me
gustaría preguntarles si saben de iniciativas -en Chile o en el
extranjero- en que se hayan utilizado wikis para llevar a delante discusiones o polos de trabajo en el ámbito legal???
Sería fantástico si me pueden compartir algunos links.
Si me responden aquí es ok, porque marqué seguimiento.
Muchas gracias
Paloma

Anónimo dijo...

me han comentado de una tema asi en Finlandia para la elaboración de una nueva constitución. octavio odoerr@vtr.net

Anónimo dijo...

Islandia, no me acuerdo,algo asi