16.10.12

Principio Precautorio

En El Mercurio de hoy se publica una columna que escribimos con Luis Cordero acerca del principio precautorio. Aunque en nuestro derecho está más asociado a la regulación ambiental, se trata en verdad de uno de los principios base del derecho regulatorio. El problema central respecto de él es que su aplicación resulta extremadamente compleja en la práctica, por lo que debiese ser evitada en favor de otros principios menos intrusivos en las actividades económicas.

Como exponemos en la columna, lamentablemente este punto ha sido soslayado en varios fallos ambientales recientes, los cuales han confundido la prevención (aceptada en la Ley de Bases del Medio Ambiente) con la precaución.

El texto es el siguiente:


Durante los últimos meses algunos de los casos más emblemáticos vinculados a regulación ambiental como Río Cuervo, Bocamina, Dunas de Con - Con y Castilla, han expuesto en sus razonamientos, una cierta conceptualización de los principios precautorio y preventivo, que son estructurales a la regulación ambiental, que en nuestra opinión deben aclararse desde la perspectiva conceptual, de modo de apreciar adecuadamente sus efectos.

Como algunos sabrán, el principio precautorio, en su versión “fuerte”, fue descartado como rector de la Ley  Ambiental de 1994. De acuerdo a éste, se requiere regulación o intervención pública siempre que exista la posibilidad de un riesgo -sobre un mínimo de plausibilidad científica- a la salud, la seguridad o el medio ambiente, incluso si la evidencia respecto de él es meramente especulativa y si los costos de la intervención son altos. Esto se contrapone a la versión “débil” del principio, denominada principio de prevención -recogida en la Declaración de Río de 1992 y en nuestra propia Ley Ambiental -, según la cual la falta de evidencia decisiva de un daño serio e irreparable no debiera ser usada como excusa para no regular, lo que explica, entre otras cosas, la existencia del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental.

Cuando se toma en el sentido débil, es decir cuando invocamos la prevención, el principio es sin duda inobjetable, y lo aplicamos en nuestras actividades diarias. Pero en su sentido fuerte, tiene al menos un inconveniente severo desde la perspectiva del funcionamiento de instrumentos de gestión administrativa: dado que el estándar de riesgo especulativo es bajo, las decisiones estatales pueden implicar prohibiciones permanentes de funcionamiento, sobre la base de un riesgo incierto.

Los fallos citados han confundido el principio precautorio con la prevención; y, al usarlo, han puesto al primero en el centro del análisis, pese a que forman parte del razonamiento pero no fueron necesariamente determinantes en la decisión final. Lo anterior no es trivial, porque la propia Corte en otros casos, como los de instalación de antenas de telefonía móvil, había argumentado explícitamente sobre la base del principio preventivo y no del precautorio. A la inversa, en el caso “Píldora” el Tribunal Constitucional utilizó el principio precautorio para declarar inconstitucional el Decreto Supremo que regulaba su distribución, imponiendo, en la ausencia de evidencia, la prohibición absoluta.

Es cierto que existen atendibles razones políticas o incluso morales para defender el principio precautorio. Por ello, la demanda por aplicarlo es intenso, especialmente en ámbitos en donde pueden existir riesgos masivos. Subyacen a ello también consideraciones distributivas muy atendibles desde el punto de vista de la intervención pública. Sin embargo –y esto es lo relevante–, por más loables que sean, el principio precautorio en su versión fuerte, no es útil para promover tales objetivos.

La pregunta es, entonces, ¿cuál es el problema de establecer una presunción de intervención en presencia de riesgos basados en objetivos loables y dignos de protección? La respuesta es de política regulatoria. El problema central no es que el principio de precaución sea incorrecto. El problema es que, como instrumento regulatorio, especialmente al interior del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental, no ofrece guía alguna de comportamiento a los particulares, pues con su aplicación todo curso de acción o inacción podría quedar prohibido.

Como ha mostrado la literatura especializada, los reguladores normalmente adolecen de las mismas “falencias” que casi todos nosotros: son “miopes” frente a las consecuencias regulatorias; adolecen de aversión a la pérdida (por lo que una pérdida inmediata se valora más que las ganancias); tienen la creencia que el riesgo más “cercano” o “del presente” se producirá más (esto es, adolecen del “sesgo de la disponibilidad”); creen que el estado natural es más benevolente que la intervención humana; no calculan probabilidades de ocurrencia de eventos; etc. Dado esto, la aplicación del principio en su versión fuerte debiera ser acotada como política regulatoria. De lo contrario, si frente a cualquier riesgo considerado por algunos de impacto significativo una acción debiese ser evitada, ¿cuál es el incentivo que estamos dando para invertir en prevención con el objeto de reducir los riesgos y cuál la utilidad de la evaluación ambiental para eso?

Regular implica balance, trade-offs, ponderación de diversos objetivos. Esto es propio de toda decisión política y, en cuanto tal, es correcto que así se haga. Pero este no es el razonamiento de las sentencias citadas. Lo que hace ese desarrollo conceptual, al menos en lo que al Principio Precautorio se refiere, es usar un arma jurídica (poderosa) para decidir una cuestión política o valórica. Al hacerlo, los tribunales podrían imponer un estándar probatorio imposible (“descartar” todo riesgo, considerando “todas” las variables) y vuelve, en la práctica, el adoptar o no adoptar un curso de acción en exactamente lo mismo: algo inocuo.

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