Como exponemos en la columna, lamentablemente este punto ha sido soslayado en varios fallos ambientales recientes, los cuales han confundido la prevención (aceptada en la Ley de Bases del Medio Ambiente) con la precaución.
El texto es el siguiente:
Durante
los últimos meses algunos de los casos más emblemáticos vinculados a regulación
ambiental como Río Cuervo, Bocamina, Dunas de Con - Con y Castilla, han
expuesto en sus razonamientos, una cierta conceptualización de los principios
precautorio y preventivo, que son estructurales a la regulación ambiental, que
en nuestra opinión deben aclararse desde la perspectiva conceptual, de modo de
apreciar adecuadamente sus efectos.
Como
algunos sabrán, el principio precautorio, en su versión “fuerte”, fue
descartado como rector de la Ley Ambiental de 1994. De acuerdo a éste, se requiere regulación o intervención
pública siempre que exista la posibilidad de un riesgo -sobre un mínimo de
plausibilidad científica- a la salud, la seguridad o el medio ambiente, incluso
si la evidencia respecto de él es meramente especulativa y si los costos de la
intervención son altos. Esto se contrapone a la versión “débil” del principio,
denominada principio de prevención -recogida en la Declaración de Río de 1992 y
en nuestra propia Ley Ambiental -, según la cual la falta de evidencia decisiva
de un daño serio e irreparable no
debiera ser usada como excusa para no regular, lo que explica, entre otras
cosas, la existencia del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental.
Cuando
se toma en el sentido débil, es decir cuando invocamos la prevención, el
principio es sin duda inobjetable, y lo aplicamos en nuestras actividades
diarias. Pero en su sentido fuerte, tiene al menos un inconveniente severo
desde la perspectiva del funcionamiento de instrumentos de gestión
administrativa: dado que el estándar de riesgo especulativo es bajo, las
decisiones estatales pueden implicar prohibiciones permanentes de
funcionamiento, sobre la base de un riesgo incierto.
Los
fallos citados han confundido el principio precautorio con la prevención; y, al
usarlo, han puesto al primero en el centro del análisis, pese a que forman
parte del razonamiento pero no fueron necesariamente determinantes en la
decisión final. Lo anterior no es trivial, porque la propia Corte en otros
casos, como los de instalación de antenas de telefonía móvil, había argumentado
explícitamente sobre la base del principio preventivo y no del precautorio. A
la inversa, en el caso “Píldora” el Tribunal Constitucional utilizó el
principio precautorio para declarar inconstitucional el Decreto Supremo que regulaba
su distribución, imponiendo, en la ausencia de evidencia, la prohibición
absoluta.
Es
cierto que existen atendibles razones políticas o incluso morales para defender
el principio precautorio. Por ello, la demanda por aplicarlo es intenso, especialmente
en ámbitos en donde pueden existir riesgos masivos. Subyacen a ello también consideraciones
distributivas muy atendibles desde el punto de vista de la intervención pública.
Sin embargo –y esto es lo relevante–, por más loables que sean, el principio precautorio
en su versión fuerte, no es útil para
promover tales objetivos.
La
pregunta es, entonces, ¿cuál es el problema de establecer una presunción de
intervención en presencia de riesgos basados en objetivos loables y dignos de
protección? La respuesta es de política regulatoria. El problema central no es
que el principio de precaución sea incorrecto. El problema es que, como
instrumento regulatorio, especialmente al interior del Sistema de Evaluación de
Impacto Ambiental, no ofrece guía alguna de comportamiento a los particulares,
pues con su aplicación todo curso de
acción o inacción podría quedar prohibido.
Como
ha mostrado la literatura especializada, los reguladores normalmente adolecen
de las mismas “falencias” que casi todos nosotros: son “miopes” frente a las
consecuencias regulatorias; adolecen de aversión a la pérdida (por lo que una
pérdida inmediata se valora más que las ganancias); tienen la creencia que el
riesgo más “cercano” o “del presente” se producirá más (esto es, adolecen del
“sesgo de la disponibilidad”); creen que el estado natural es más benevolente
que la intervención humana; no calculan probabilidades de ocurrencia de eventos;
etc. Dado esto, la aplicación del principio en su versión fuerte debiera ser acotada
como política regulatoria. De lo contrario, si frente a cualquier riesgo considerado
por algunos de impacto significativo una acción debiese ser evitada, ¿cuál es
el incentivo que estamos dando para invertir en prevención con el objeto de reducir
los riesgos y cuál la utilidad de la evaluación ambiental para eso?
Regular
implica balance, trade-offs,
ponderación de diversos objetivos. Esto es propio de toda decisión política y,
en cuanto tal, es correcto que así se haga. Pero este no es el razonamiento de
las sentencias citadas. Lo que hace ese desarrollo conceptual, al menos en lo
que al Principio Precautorio se refiere, es usar un arma jurídica (poderosa) para decidir una cuestión política o valórica. Al hacerlo,
los tribunales podrían imponer un estándar probatorio imposible (“descartar”
todo riesgo, considerando “todas” las variables) y vuelve, en la práctica, el
adoptar o no adoptar un curso de acción en exactamente lo mismo: algo inocuo.
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